dissabte, 14 de febrer del 2015

¿ESTAMOS MÁS ESTRESADOS QUE ANTES?

No hace más de 10 años que JG Ballard profetizaba en sus novelas que los nuevos modelos de trabajo y ocio del siglo XXI abocarían a las clases medias a un grave estado de estrés solamente manejable recurriendo a la violencia, al libertinaje sexual y a varios tipos de conductas próximas a la locura. Más allá de la ficción de Ballard, varios estudios de organismos oficiales británicos observan un aumento general del estrés laboral en general, y de los funcionarios públicos en particular, que suponen un grave riesgo para la salud y un enorme gasto sanitario y social.

Aunque todas las épocas “presumen” de ser las más estresantes de la historia del ser humano, los estudios, relatos y quejas sobre el elevado grado de estrés que sufre la sociedad y sus devastadores efectos se repiten con argumentos sorprendentemente parecidos desde incluso antes de que el estrés entrara a formar parte del vocabulario científico.

Ya en los años 70 el escritor Alvin Toffler advertía que el estrés al que era sometido el ciudadano medio, incapaz de adaptarse a la rapidez de los cambios tecnológicos, angustiado por la transitoriedad de todos los componentes de sus vidas y abrumado por la avalancha de opciones educativas, de medios de comunicación y de bienes materiales era el responsable de los índices epidémicos de trastornos cardiovasculares, obesidad, suicidios, crímenes, el declive de la moralidad sexual y, para no dejarse nada, de la inestabilidad de las relaciones internacionales.

El período final entre guerras mundiales, caracterizado por la inestabilidad política y la recesión económica, también se describió como una época de aparición de nuevas formas de tensión nerviosa y niveles excepcionalmente crecientes de malestar social y de incapacidad laboral por enfermedad. Así, el cardiólogo Lord Hoder atribuía el estrés de aquella época a la monotonía laboral, la falta de ejercicio y de horas de sueño, a la creciente sensación de inseguridad internacional y a la ansiedad intrínsecamente asociada a la lucha por la supervivencia. Unos años antes el eminente profesor de Física en Cambridge Walter Langdon Brown había sugerido que el rápido incremento de trastornos funcionales podía deberse a la incapacidad de las personas para adaptarse a tiempos tan rápidamente cambiantes. El psiquiatra William S Sadler, por su parte, explicaba el desmesurado incremento de la mortalidad por hipertensión arterial y trastornos cardíacos y renales al estilo de vida norteamericano. En pocas palabras, la población no podía adaptarse a la supremacía social y tecnológica de una sociedad norteamericana que ya contaba con la radio y los aeroplanos.

El psicólogo de Harvard William James popularizó el término “americanitis” para describir la “neurastenia”,
un trastorno de moda en aquellos tiempos, que sufría en sus propias carnes. En 1925 se pensaba que la neurastenia era responsable de la muerte de un cuarto de millón de personas antes de cumplir los cincuenta años de edad por culpa de la prisa, el bullicio y la incesante tendencia a la iniciativa del temperamento propio de los habitantes de los Estados Unidos. Por supuesto no faltaron emprendedores con remedios para tan grave trastorno y la compañía farmacéutica Rexall patentó el Elixir Americanitis para el hombre de negocios, debilitado por la tensión de sus deberes.

Los argumentos de James para relacionar el estrés con los trastornos psicológicos se basaban en estudios previos como los del psiquiatra Charles Arthur Mercier, que en 1890 sostenía que la locura se producía como consecuencia de la herencia y del estrés que, a su vez, era producto del exceso de trabajo, los problemas conyugales o el insomnio. En la misma época, el médico William A White también relacionaba la locura por estrés y el progreso social, en concreto, la competitividad del mundo industrial.

Aún más atrás en el tiempo, el concepto de neurastenia popularizado por el neurólogo estadounidense George M Beard constituye la versión más influyente de la conexión entre el progreso y el estrés. Beard relacionó el extraordinario aumento de la fatiga nerviosa con las presiones de la vida moderna en la década de 1860. En concreto, el acelerado desarrollo de las máquinas de vapor, la prensa periódica, la ciencia, el telégrafo y la necesidad de una mayor actividad mental para procesar los avances tecnológicos (y los cambios climáticos), lo que era especialmente dificultoso para las mujeres. Por cierto, la “nerviosidad americana” también tenía efectos positivos como el aumento sin precedentes de la belleza y la voluptuosidad de las mujeres norteamericanas, que había superado con creces a la de las mujeres europeas.

Como en el resto de períodos, también en éste se atribuía el crecimiento de las muertes por enfermedades cardíacas al inevitable efecto de la tensión mental y la excitación de las prisas modernas generadas por los avances tecnológicos como el vapor y la electricidad, la sobrepoblación y la lucha sin cuartel por la existencia. El siglo XIX fue bautizado por algunos como “El Siglo del estrés”.

Por consiguiente, cuando pensamos que actualmente estamos más estresados, olvidamos que nuestros predecesores se encontraron con circunstancias igualmente adversas que les afectaron en la misma medida que a nosotros y, por tanto, les causaron la misma respuesta de estrés. Como quiera que también ellos hicieron predicciones apocalípticas del efecto negativo del estrés en los años venideros, ni siquiera en eso somos originales.

Jackson M. The stress of life: a modern complaint? The Lancet 2014;383:300-301.
http://dx.doi.org/10.1016/S0140-6736(14)60093-3